
(bajar archivo con post)
Debo confesar que es complejo hacer un análisis crítico de la Defensa en el sistema procesal penal chileno. En primer lugar, porque si uno entiende a la Defensa como parte integrante de la defensa técnica de un imputado en juicio entonces, lo relevante, debería ser que la persona sometida a ese proceso pudiera contar con un abogado de su confianza. En Chile, y eso lo sabemos, no existe –estricto sensu- ese reconocimiento para quien no tiene como costearse un abogado de su confianza; a él le corresponderá “cualquiera” de los abogados –del subsistema público o licitado- de la zona en que se siga su juicio, olvidando lo dispuesto en el artículo 52 de la ley de la Defensoría, que habla de un listado que, hasta donde entiendo, nunca ha existido. En otras palabras, el imputado que quiere contar con un abogado de su confianza para que lo represente en el juicio y le entregue la defensa técnica que él desea, debe tener como pagarlo. Para los que no tienen esa posibilidad, en general la gente de escasos recursos o derechamente indigente, deben ir “generándose” la confianza con el abogado que –por turno- le corresponda de la Defensoría Penal Pública. Sobre este punto, quizás no es mucho lo que uno pudiera decir, al fin y al cabo, tiene que ver con una determinada decisión de política pública tendiente, desde un inicio, a garantizar una cobertura de defensa, más allá de un verdadero transfondo orientado al derecho a la defensa de confianza y, como veremos luego, ni siquiera hacia la calidad de la misma.
Pero es complejo, como decía, hacer un análisis de la Defensa porque hasta este momento no hay –hasta donde conozco- un estudio serio respecto de la participación de la defensa privada en el sistema, a partir del cual uno pueda conocer algo respecto de cómo se ha insertado en la reforma, si ha generado estándares distintos en la discusión -salvo algunos casos, digamos, pintorescos-; analizar la cantidad de prueba que genera y, en general, las diversas estrategias para asegurar la defensa de sus clientes. Uno puede tener algunos prejuicios respecto de ciertos abogados que ejercen la actividad defendiendo algunos delitos o imputados pero, al final, eso es sólo prejuicio así que no vale la pena siquiera mencionarlos. Creo que uno podría decir, por ahora, que la participación de los defensores privados en el sistema ha generado, en algunos casos, alguna jurisprudencia novedosa – a veces algo perturbante v.gr. amparo por prisión preventiva- y algunas otra estrategias que permiten pensar que con el devenir del tiempo marquen efectivamente la diferencia con los defensores del sistema público.
Por eso, que uno debería pensar en un modelo de defensa que sea más funcional con la idea de defensor de confianza, en base a un sistema de mayor externalización, donde lejos de trabajar con un sistema de licitación de defensores por causa, se trabaje con un listado de abogados cuyos honorarios puedan ser cubiertos por un factor de co-pago, permitiendo que en mayor medida las personas puedan contratar los servicios de un abanico más amplio de abogados, debiendo pagar el plus sobre lo que el Estado paga, o –para quien no tiene recursos- derechamente contratar abogados que cobren lo que el Estado paga por causa. Pero en fin, ya no fue así.
Lo que si esta claro, en cualquiera de los modelos, es que el rol del defensor es, y debería seguir siéndolo, fundamentalmente diferente del ejercido por el Fiscal. El defensor siempre debe velar por el mejor interés del cliente, y en el sistema de justicia criminal ese interés debería ser siempre el obtener la absolución o, de no ser posible, la menor respuesta punitiva que sea alcanzable. Por ello, en un sistema de justicia criminal adversarial la función del defensor es lograr evitar la sanción penal, especialmente cuando esta es privativa de libertad. Mientras la responsabilidad del fiscal es buscar la justicia –emanada del ejercicio del ius puniendi- mediante el ejercicio de la acción penal y la búsqueda de la sanción por la infracción de la norma; la función del defensor –y no puede haber otra- es presentar la mejor defensa –dentro de los marcos éticos y legales- de su cliente con el objetivo de buscar su inocencia; lograr que no se le condene; o que la respuesta penal sea la menor posible.
Lo anterior significa que aún cuando el imputado le relate al defensor que efectivamente cometió el delito y quiere aceptar responsabilidad, el defensor tiene la responsabilidad de explicarle al imputado su derecho Constitucional y legal al juicio oral, donde él no tiene que mostrar su inocencia y, donde, además, es carga del Ministerio Público –más allá de toda duda razonable- demostrar su culpabilidad. Tiene la obligación de decirle, entre otras cosas, que tiene derecho a guardar silencio en ese juicio, a contraexaminar a los testigos de cargo y de solicitar -si el Ministerio Público no ha logrado superar el elevado estándar de convicción-, su absolución en el juicio.
El abogado defensor tiene la responsabilidad de investigar el caso para analizar todas las posibles defensas que el imputado pueda tener. Esa investigación supone, entre otras cosas, analizar y revisar todos los reportes policiales –más que los que aparecen en la pura carpeta fiscal- y todos los documentos relevantes; entrevistar a todos los testigos importantes del Ministerio Público, y no sólo entrevistarlos, sino que también investigarlos –dentro del marco legal- sobre todo en lo que dice relación con la credibilidad de sus testimonios, pero también supone entrevistar a otros testigos que puedan tener información relevante; visitar el sitio del suceso, entrevistar a los peritos del Ministerio Público, en general, hacer todas las diligencias posibles para asegurar la defensa del imputado. Por otro lado, y aunque suene obvio, durante el proceso debería tener un contacto directo y periódico con su cliente, consultándole e informándole sobre los resultados de la investigación y preparando el juicio.
Por ello, solamente después de que el defensor ha investigado acuciosamente la causa y explorado todas las posibles defensas del imputado, está en posición de aconsejar “competentemente” a su cliente respecto de un posible acuerdo. De hecho, me atrevería a decir que dentro del proceso penal, la cuestión más compleja respecto de la cual el abogado debe aconsejar al cliente es sobre a si ejerce o no el derecho a un juicio o bien acepta un abreviado u otra forma de auto incriminación. Este consejo se puede dar de manera responsable e inteligente únicamente si el defensor tiene toda la información relevante del caso, analizada y estudiada. En ese sentido, antes de aconsejar renunciar al juicio oral el defensor debería tener una intensa conversación con el cliente sobre todas las circunstancias del caso y estar en posición de explicarle cada uno de los detalles del juicio oral; o del sometimiento a un proceso de negociación de pena (v.gr. abreviado, simplificado aceptando responsabilidad), incluyendo, por cierto, las fortalezas y debilidades del caso del Ministerio Público.
No pretendo decir que no se deban aceptar estos procesos de negociación, de hecho, en muchos casos ello puede ser altamente conveniente para el cliente, y ahí la omisión del defensor de proponerle el abreviado a su representado es altamente reprochable y debiera ser fuertemente sancionada. El punto es que, en cambio, cuando se decide aconsejar a un cliente sobre la aceptación de responsabilidad, ese consejo debe estar basado en un conocimiento acucioso de la carpeta de investigación fiscal y una evaluación profunda de las fortalezas y debilidades del caso.
Para nadie es un misterio, por otra parte, que la mayoría de los defendidos por los defensores públicos –que son casi la totalidad de los seleccionados por el sistema- son de escasos recursos o derechamente indigentes, lo que, en términos de perspectiva, presenta un enorme desafío para la Defensoría Penal Pública, pues es evidente que ni sus defendidos ni sus familiares pueden ejercer presión publica para intentar mejorar el sistema de defensa, de hecho, uno debería pensar que la cuestión es al revés, es decir, hoy día los incentivos públicos parecieran ir en la línea de disminuir el “poder” de la defensoría, y eso se hace, primero que todo, recortándole el presupuesto. De hecho no me extrañaría que en un futuro eso comenzara a suceder. En fin, lo relevante de esto es que sin tener una defensoría penal publica fuerte, dotada de abogados competentes y celosos profesionalmente, mi impresión es que avanzaremos, a pasos más agigantados de los que hoy vamos, hacia un verdadero encarcelamiento masivo. Por eso, entre otras cosas es tan importante la autonomía de la Defensoría, pero eso da para otro post.
Luego de haber recorrido este pequeño camino sobre la defensa me quisiera detener, brevemente, en el funcionamiento de la Defensoría Penal Pública. No cabe duda que la Defensoría ha hecho importantes esfuerzos por transformarse en un actor relevante del sistema, lo que, a mi juicio, en la práctica se ha ido perdiendo paulatinamente. El proceso de licitación de la Defensoría ha generado un déficit en la calidad de la prestación de los defensores, donde abunda una mala preparación de los casos, donde los abogados escasa y raramente van a a ver a sus clientes –o bien, aquello se ha transformado en una obligación rutinaria carente de todo sentido sustantivo-, en que el incentivo del sistema pareciera estar dado por terminar pronto la causa sin haber estudiado a fondo cada uno de los detalles de la misma. De hecho, es cosa de ver cuantos de los imputados acepta responsabilidad en la misma audiencia de control de detención, es decir, dentro de las 24 horas de su detención y muchas veces con el defensor conformándose con “observar” rápidamente la carpeta fiscal, o derechamente presionando s sus clientes para que acepten responsabilidad. Por otro lado, la sobrecarga de trabajo de los defensores les impide tener una adecuada revisión y seguimiento de cada una de sus causas, lo que se agrava aun más con la rotación de defensores que entra y sale del sistema, pero también, que participa en audiencias relevantes de otro defensor, en muchos casos, sin siquiera tener información suficiente para poder tomar una decisión como corresponde. Sin embargo, no deja de ser un punto relevante en esto, la efectiva carga emocional que, en no pocas ocasiones, enfrenta un defensor al tener que aconsejar a un imputado sobre su derecho a un juicio cuando lo que arriesga es una pena privativa de libertad, porque sabe que, sin que el imputado acepte responsabilidad en el juicio, la pena que va a imponer el tribunal Oral probablemente va ser privativa de libertad. Esto ocurre, en todos los casos en que el imputado arriesgo una condena de más de cinco años un día y no tiene antecedentes, porque en esa situación el riesgo de ir a un juicio oral –sumado a la dureza de ciertos jueces y a la indefinición que existe sobre lo que significa la duda razonable-, convierte el escenario del juicio en una verdadera ruleta rusa.
Por ello, entiendo que el desafío de la defensa, por el momento, esta lejos de poder asegurarle a cada imputado el acceso a un abogado de su confianza, pero por lo menos, debería abocarse a que sus abogados puedan generar confianza en sus imputados. Y ese camino, en mi impresión, recién esta empezando.
Pero es complejo, como decía, hacer un análisis de la Defensa porque hasta este momento no hay –hasta donde conozco- un estudio serio respecto de la participación de la defensa privada en el sistema, a partir del cual uno pueda conocer algo respecto de cómo se ha insertado en la reforma, si ha generado estándares distintos en la discusión -salvo algunos casos, digamos, pintorescos-; analizar la cantidad de prueba que genera y, en general, las diversas estrategias para asegurar la defensa de sus clientes. Uno puede tener algunos prejuicios respecto de ciertos abogados que ejercen la actividad defendiendo algunos delitos o imputados pero, al final, eso es sólo prejuicio así que no vale la pena siquiera mencionarlos. Creo que uno podría decir, por ahora, que la participación de los defensores privados en el sistema ha generado, en algunos casos, alguna jurisprudencia novedosa – a veces algo perturbante v.gr. amparo por prisión preventiva- y algunas otra estrategias que permiten pensar que con el devenir del tiempo marquen efectivamente la diferencia con los defensores del sistema público.
Por eso, que uno debería pensar en un modelo de defensa que sea más funcional con la idea de defensor de confianza, en base a un sistema de mayor externalización, donde lejos de trabajar con un sistema de licitación de defensores por causa, se trabaje con un listado de abogados cuyos honorarios puedan ser cubiertos por un factor de co-pago, permitiendo que en mayor medida las personas puedan contratar los servicios de un abanico más amplio de abogados, debiendo pagar el plus sobre lo que el Estado paga, o –para quien no tiene recursos- derechamente contratar abogados que cobren lo que el Estado paga por causa. Pero en fin, ya no fue así.
Lo que si esta claro, en cualquiera de los modelos, es que el rol del defensor es, y debería seguir siéndolo, fundamentalmente diferente del ejercido por el Fiscal. El defensor siempre debe velar por el mejor interés del cliente, y en el sistema de justicia criminal ese interés debería ser siempre el obtener la absolución o, de no ser posible, la menor respuesta punitiva que sea alcanzable. Por ello, en un sistema de justicia criminal adversarial la función del defensor es lograr evitar la sanción penal, especialmente cuando esta es privativa de libertad. Mientras la responsabilidad del fiscal es buscar la justicia –emanada del ejercicio del ius puniendi- mediante el ejercicio de la acción penal y la búsqueda de la sanción por la infracción de la norma; la función del defensor –y no puede haber otra- es presentar la mejor defensa –dentro de los marcos éticos y legales- de su cliente con el objetivo de buscar su inocencia; lograr que no se le condene; o que la respuesta penal sea la menor posible.
Lo anterior significa que aún cuando el imputado le relate al defensor que efectivamente cometió el delito y quiere aceptar responsabilidad, el defensor tiene la responsabilidad de explicarle al imputado su derecho Constitucional y legal al juicio oral, donde él no tiene que mostrar su inocencia y, donde, además, es carga del Ministerio Público –más allá de toda duda razonable- demostrar su culpabilidad. Tiene la obligación de decirle, entre otras cosas, que tiene derecho a guardar silencio en ese juicio, a contraexaminar a los testigos de cargo y de solicitar -si el Ministerio Público no ha logrado superar el elevado estándar de convicción-, su absolución en el juicio.
El abogado defensor tiene la responsabilidad de investigar el caso para analizar todas las posibles defensas que el imputado pueda tener. Esa investigación supone, entre otras cosas, analizar y revisar todos los reportes policiales –más que los que aparecen en la pura carpeta fiscal- y todos los documentos relevantes; entrevistar a todos los testigos importantes del Ministerio Público, y no sólo entrevistarlos, sino que también investigarlos –dentro del marco legal- sobre todo en lo que dice relación con la credibilidad de sus testimonios, pero también supone entrevistar a otros testigos que puedan tener información relevante; visitar el sitio del suceso, entrevistar a los peritos del Ministerio Público, en general, hacer todas las diligencias posibles para asegurar la defensa del imputado. Por otro lado, y aunque suene obvio, durante el proceso debería tener un contacto directo y periódico con su cliente, consultándole e informándole sobre los resultados de la investigación y preparando el juicio.
Por ello, solamente después de que el defensor ha investigado acuciosamente la causa y explorado todas las posibles defensas del imputado, está en posición de aconsejar “competentemente” a su cliente respecto de un posible acuerdo. De hecho, me atrevería a decir que dentro del proceso penal, la cuestión más compleja respecto de la cual el abogado debe aconsejar al cliente es sobre a si ejerce o no el derecho a un juicio o bien acepta un abreviado u otra forma de auto incriminación. Este consejo se puede dar de manera responsable e inteligente únicamente si el defensor tiene toda la información relevante del caso, analizada y estudiada. En ese sentido, antes de aconsejar renunciar al juicio oral el defensor debería tener una intensa conversación con el cliente sobre todas las circunstancias del caso y estar en posición de explicarle cada uno de los detalles del juicio oral; o del sometimiento a un proceso de negociación de pena (v.gr. abreviado, simplificado aceptando responsabilidad), incluyendo, por cierto, las fortalezas y debilidades del caso del Ministerio Público.
No pretendo decir que no se deban aceptar estos procesos de negociación, de hecho, en muchos casos ello puede ser altamente conveniente para el cliente, y ahí la omisión del defensor de proponerle el abreviado a su representado es altamente reprochable y debiera ser fuertemente sancionada. El punto es que, en cambio, cuando se decide aconsejar a un cliente sobre la aceptación de responsabilidad, ese consejo debe estar basado en un conocimiento acucioso de la carpeta de investigación fiscal y una evaluación profunda de las fortalezas y debilidades del caso.
Para nadie es un misterio, por otra parte, que la mayoría de los defendidos por los defensores públicos –que son casi la totalidad de los seleccionados por el sistema- son de escasos recursos o derechamente indigentes, lo que, en términos de perspectiva, presenta un enorme desafío para la Defensoría Penal Pública, pues es evidente que ni sus defendidos ni sus familiares pueden ejercer presión publica para intentar mejorar el sistema de defensa, de hecho, uno debería pensar que la cuestión es al revés, es decir, hoy día los incentivos públicos parecieran ir en la línea de disminuir el “poder” de la defensoría, y eso se hace, primero que todo, recortándole el presupuesto. De hecho no me extrañaría que en un futuro eso comenzara a suceder. En fin, lo relevante de esto es que sin tener una defensoría penal publica fuerte, dotada de abogados competentes y celosos profesionalmente, mi impresión es que avanzaremos, a pasos más agigantados de los que hoy vamos, hacia un verdadero encarcelamiento masivo. Por eso, entre otras cosas es tan importante la autonomía de la Defensoría, pero eso da para otro post.
Luego de haber recorrido este pequeño camino sobre la defensa me quisiera detener, brevemente, en el funcionamiento de la Defensoría Penal Pública. No cabe duda que la Defensoría ha hecho importantes esfuerzos por transformarse en un actor relevante del sistema, lo que, a mi juicio, en la práctica se ha ido perdiendo paulatinamente. El proceso de licitación de la Defensoría ha generado un déficit en la calidad de la prestación de los defensores, donde abunda una mala preparación de los casos, donde los abogados escasa y raramente van a a ver a sus clientes –o bien, aquello se ha transformado en una obligación rutinaria carente de todo sentido sustantivo-, en que el incentivo del sistema pareciera estar dado por terminar pronto la causa sin haber estudiado a fondo cada uno de los detalles de la misma. De hecho, es cosa de ver cuantos de los imputados acepta responsabilidad en la misma audiencia de control de detención, es decir, dentro de las 24 horas de su detención y muchas veces con el defensor conformándose con “observar” rápidamente la carpeta fiscal, o derechamente presionando s sus clientes para que acepten responsabilidad. Por otro lado, la sobrecarga de trabajo de los defensores les impide tener una adecuada revisión y seguimiento de cada una de sus causas, lo que se agrava aun más con la rotación de defensores que entra y sale del sistema, pero también, que participa en audiencias relevantes de otro defensor, en muchos casos, sin siquiera tener información suficiente para poder tomar una decisión como corresponde. Sin embargo, no deja de ser un punto relevante en esto, la efectiva carga emocional que, en no pocas ocasiones, enfrenta un defensor al tener que aconsejar a un imputado sobre su derecho a un juicio cuando lo que arriesga es una pena privativa de libertad, porque sabe que, sin que el imputado acepte responsabilidad en el juicio, la pena que va a imponer el tribunal Oral probablemente va ser privativa de libertad. Esto ocurre, en todos los casos en que el imputado arriesgo una condena de más de cinco años un día y no tiene antecedentes, porque en esa situación el riesgo de ir a un juicio oral –sumado a la dureza de ciertos jueces y a la indefinición que existe sobre lo que significa la duda razonable-, convierte el escenario del juicio en una verdadera ruleta rusa.
Por ello, entiendo que el desafío de la defensa, por el momento, esta lejos de poder asegurarle a cada imputado el acceso a un abogado de su confianza, pero por lo menos, debería abocarse a que sus abogados puedan generar confianza en sus imputados. Y ese camino, en mi impresión, recién esta empezando.
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